Reseña: La tumba de Ligeia (1964)

Por cuestiones argumentales y de atmósfera, nuestra última reseña trajo a colación la obra de Edgar Allan Poe, y con ello inevitablemente salieron a relucir las adaptaciones que hiciera Roger Corman allá por la primera mitad de los sesenta. Con esto no pude evitar recordar que si bien hace años reseñamos estas entradas, nunca terminamos de dedicarle unas líneas a la octava y última de aquellas adaptaciones, La tumba de Ligeia (1964), con la que Corman puso punto final a aquel ciclo de adaptaciones góticas con Vincent Price a la cabeza del elenco. Ese es un error que había que remediar, porque aunque no sea ni de lejos la mejor de ellas, si que es una de las más interesantes por varias razones.

Como es evidente, se trata en este caso de una adaptación del cuento Ligeia, la historia de un hombre que vive obsesionado por el recuerdo de su difunta esposa, una mujer de inquebrantable voluntad que juró regresar de la muerte. Es importante destacar que no se trata de una versión fiel al texto de Poe, no solamente por las exigencias de un largometraje, sino porque Corman en cierta medida ya había adaptado dicha historia como uno de los segmentos de Historias de terror (1962), anterior Poe-movie que a pesar de tener otro título recreaba de forma bastante fiel los pasajes más famosos de esta trama. Eso sí, no nos engañemos: Corman nunca fue alguien que tuviese miedo de repetirse a sí mismo, y aquí volvemos a presenciar varios de sus trucos y giros argumentales que funcionaron en el pasado, así como una actualización de los diferentes arquetipos narrativos del universo de Poe que ya había explorado, siendo el principal de ellos la fascinación por una hermosa joven muerta.

Pero esto es sólo en la superficie, puesto que La tumba de Ligeia también muestra de forma muy evidente la evolución de Corman en sus adaptaciones de Poe y cómo estas fueron cambiando de estilo a lo largo de los años, desde trabajos más puramente serie B (y quizás por ello, infinitamente más disfrutables) como La caída de la casa de Usher (1960) y El péndulo de la muerte (1961) hasta trabajos formalmente más extravagantes y arriesgados como La máscara de la muerte roja (1964) y esta de la que hablamos ahora. La presente reseña, a decir verdad, habla de una película tremendamente discursiva hasta el punto en que se hace casi teatral, con una impresionante cantidad de diálogos y una recreación de grandes espacios abiertos, no sólo en el plató que reproduce, por ejemplo, los amplios salones del protagonista y la bizarra habitación pagana donde se oculta su secreto al final de la cinta, sino también por los muy eficaces exteriores de ruinas rodados en el castillo del priorato de Acre (no sé si este es su nombre en español, pido disculpas por ello), lo que demuestra que Corman aprovechó su estadía en Europa para dotar a sus películas de una ambientación que no habría sido posible en los Estados Unidos.

No todo funciona, por supuesto, y la fórmula empieza a revelar cierto desgaste principalmente debido a la demasiado funcional dirección del propio Corman y su particular estilo de producción. Esto no quita que haya atrevimientos estéticos considerables que por desgracia se ven manchados por un desenlace un tanto apresurado que recurre a los mismos trucos de destrucción masiva y uso de metraje reciclado de películas anteriores. Pero los aciertos están allí, como la actuación de Vincent Price, secuencias de estética onírica y una fascinación real por los temas de Poe que incluye un misterio que se salda de una forma que resulta inusualmente realista para los estándares de su director. De todas las adaptaciones que realizara Corman, las primeras dos y las últimas dos me parecen las más interesantes, aunque sea por motivos distintos. Sólo por su interés histórico me parece que ya valen la pena.

 

Reseña: La máscara de la muerte roja (1964)

Seguimos aquí reseñando todas y cada una de las entradas del ciclo de Roger Corman dedicado a la obra de Edgar Allan Poe. Ya acercándose al final de este punto en su carrera, La máscara de la muerte roja (1964) es sin duda una de las más ambiciosas ya no de este ciclo, sino de toda la obra de Corman como director. También es una de mis favoritas, aunque sea por el hecho de que es muy diferente en cuanto a estilo de aquellas de las que ya hemos hablado. Detractores de la obra de este director muchas veces acusan a esta adaptación de Poe (y a la siguiente) de ser una película pretenciosa con la que Corman se aleja del habitual estilo gótico de sus antecesoras en la búsqueda de un alegoría de caracter moralista que sin embargo está bastante cercana al espíritu del relato original. Es sabido por ejemplo que esta iba a ser una de las primeras cintas del ciclo, pero su director decidió retrasar el rodaje debido a las semejanzas de la película con el argumento de El séptimo sello (1957), de Bergman.

La máscara de la muerte roja también marca un punto de inflexión en la manera que tenía Corman de abordar las producciones de sus Poe-movies. Los suntuosos decorados de los que se vale la trama fueron posibles gracias a que Corman realizó esta película en Europa como una co-producción británica, reciclando los escenarios de otra cinta. De esta forma logra llevar a buen término el argumento de un montón de nobles pervertidos y decadentes que se refugian de una plaga en el palacio del príncipe Próspero (un enorme Vicent Price en la que es quizás una de sus mejores actuaciones del ciclo Corman/Poe), un hombre cruel y brillante que secuestra a una bella joven pueblerina con el objetivo de corromper su alma. Con semejante argumento la película se aleja un tanto del estilo acostumbrado de su director al depender menos de la fuerza del impacto, mostrando un gusto particular por los discursos y con una nada disimulada reflexión filosófica sobre el Mal ligado a la decadencia. En esto Corman mantiene el carácter alegórico del relato original de Poe, lo cual no quiere decir que renuncie por completo a sus acostumbrados elementos de género, presentes en la introducción de una subtrama de satanismo muy sutilmente tratada sin caer jamás en la explotación.

Uno de los mayores placeres de la película es, cosa rara, la actuación de Vincent Price. A pesar de que su personaje no sale de esa aura macabra que se convirtió en la característica esencial de sus personajes, en esta ocasión su Próspero le da un mayor rango de variedad dramática del que carecen otros de sus trabajos con Corman. Lo retorcido, cruel e imprevisible de su personaje hace de él el centro absoluto de la película (compensando con creces una muy mejorable protagonista femenina), sin desmerecer a otros grandes personajes como el sirviente enano, que protagoniza una subtrama que bien daba para una historia propia.

Así que si por casualidad habíais perdido la fe en las adaptaciones cormanianas de Poe, no podéis dejar de echar un vistazo a La máscara de la muerte roja, no sólo por su ambiciosa presentación de relato alegórico medieval con tintes de terror sino también porque contiene la que probablemente sea una de las mejores secuencias finales que nos podamos echar a la cara. A pesar de ser parca en aquellos elementos que se consideran los lugares comunes de la obra de Poe, estamos probablemente ante una de las mejores obras de este ciclo, así como uno de los trabajos más sólidos de su director.

 

Reseña: El palacio de los espíritus (1963)

Más que en cualquier otro caso, la sexta entrega de las Poe-movies de Roger Corman lo es sólo nominalmente: en realidad, El palacio de los espíritus (1963) es una adaptación bastante libre del relato de H.P. Lovecraft El caso de Charles Dexter Ward, y de hecho es considerada oficialmente como la primera adaptación al cine de la obra del autor de Providence. La American International Pictures, sin embargo, deseaba seguir explotando el filón de la saga de Corman, así que ordenó cambiar el título por el de un poema de Poe (The Haunted Palace) que es recitado al principio y al final pero con el que la película realmente no tiene nada que ver.

Aquellos que conozcan la fuente literaria y consideren la fidelidad como una virtud en sí misma (no es ya mi caso, he de reconocer) pueden llevarse una decepción bastante grande, puesto que el argumento del relato original está bastante simplificado para la película, aunque se mantiene el énfasis en el nigromante Joseph Curwen y su regreso de la tumba a través de uno de sus descendientes, Charles Dexter Ward, ambos interpretados por Vincent Price. La trama de investigación típicamente lovecraftiana con su triple marco narrativo y tres protagonistas es así eliminada por completo para ser sustituida por un tipo de producción más modesta y acorde con el gótico technicolor que Corman sacaba por aquel entonces. No debería sorprendernos ya que, después de todo, Lovecraft es un autor muy difícil de adaptar porque sus mejores elementos son muy a menudo dependientes del medio, en este caso de la literatura. Eso explica en parte que para esta película Corman se haya ido por lo seguro y haya dotado a El palacio de los espíritus de un ambiente que de lovecraftiano tiene muy poco: la ambientación se va más por los lados del gótico ya acostumbrado en estas producciones y heredado de los clásicos de la Universal: telarañas, candelabros, siniestros retratos embrujados, puertas chirriantes y un cementerio envuelto en niebla. Hay por supuesto elementos típicos de Lovecraft (el Necronomicón, los Antiguos, inefables monstruos en una fosa, aldeanos deformes y hasta un zigurat) pero estos se encuentran mezclados con aderezos típicos de Poe como la subtrama (ausente en el relato original) de la pasión necrofílica por la bella amante muerta, motivo recurrente de esta serie de películas.

La cinta reúne, como ya es habitual en la saga, a varios de los colaboradores de Corman como el compositor Ronald Stein (responsible de un tema musical bastante dramático e imponente aunque sobreutilizado) y el prolífico guionista Charles Beaumont. El guión también fue trabajado parcialmente por Francis Ford Coppola, aunque no aparece en los créditos. En cuanto a la película, esta guarda el mismo ambiente lúgubre de resto de las Poe-movies, aunque con ciertos toques distintos como el hecho de tener una secuencia inicial mucho más intensa de lo habitual que termina en el ajusticiamiento de Curwen a manos de una muchedumbre furiosa con antorchas y tridentes, algo ciertamente opuesto a los pausados inicios de Corman. Interesante es también la manera como la trama se desenvuelve poco a poco aunque por desgracia sin dejar de caer en los clichés propios de este tipo de producciones (la famosa regla de Corman de un-susto-cada-ocho-minutos). Vincent Price está genial como siempre, y muy buena es la sutil transformación que hace entre sus dos personajes, una metamorfosis resaltada innecesariamente por el maquillaje.

Las evidentes carencias estéticas de varias secuencias, la dejadez de algunas actuaciones como la de Lon Chaney Jr. y un muy atropellado final (que incluye la inexplicable y conveniente desaparición de los aliados del villano) hacen que El palacio de los espíritus no pueda contarse entre las mejores del ciclo Poe-Corman, mucho menos entre las mejores adaptaciones de Lovecraft, pero como primer intento de acercamiento al autor de Providence no está nada mal. Por cierto, el director de arte de esta película, Daniel Haller, seguiría la senda de adaptaciones al ofrecer, pocos años después, su propia versión de Lovecraft con El horror de Dunwich (1970), evidente deudora del estilo Corman de la que hablaremos otro día.

 

Reseña: El cuervo (1963)

Seguimos aquí repasando el ciclo de ocho películas de Roger Corman sobre la obra de Edgar Allan Poe. En esta ocasión, para la quinta entrega, Corman se sacó de la manga una adaptación de El cuervo, uno de los más famosos textos del autor americano, y que si bien tiene elementos que podrían clasificarse como pertenecientes al relato de terror, ofrece el inconveniente de ser un poema, en el que la anécdota como tal es demasiado sencilla para cualquier género narrativo. Milagrosamente, Corman logra compensar esto bastante bien al hacer de El cuervo (1963) una comedia de corte familiar que rompe por completo no sólo con la obra de Poe sino también con el tono de sus adaptaciones anteriores.

Efectivamentre, la cinta que nos ocupa hoy no es más que una parodia en la que el director y productor, nuevamente contando con Vincent Price como protagonista, juega con el espectador haciéndole creer, al principio de la película, que está a punto de presenciar otra de sus macabras adaptaciones góticas. Todas las constantes del ciclo están aquí: caserón desolado, ambientación siniestra y un viudo emocionalmente devastado por la muerte de la mujer amada. El texto de Poe se mantiene incluso citado de forma literal hasta la aparición del cuervo, que rompe el efecto (y con ello todo el ambiente de la película) al empezar a mantener una conversación con el protagonista haciendo alarde de socarronería y exigiendo un trago de vino. Es a partir de aquí cuando se nos revela el argumento: Erasmus Craven (Vincent Price), un poderoso hechicero del siglo XV, debe ayudar a volver a su forma original al también mago Adolphus Bedlo (Peter Lorre), quien ha sido convertido en cuervo por las oscuras artes de un maligno hechicero conocido como el doctor Scarabus (Boris Karloff, cerca ya del final de su carrera). Los dos entonces deciden viajar al castillo de su enemigo y poner fin a su reino de terror.

Os preguntaréis ahora qué tiene que ver todo esto con Edgar Allan Poe. La respuesta es nada en absoluto. Salvo la mención del poema del autor al principio de la película, en nada se parece esta cinta a la obra del escritor al que pertenece el ciclo. En cambio, es una comedia completamente autoconsciente que gira en torno a una visión bastante inocente de la magia y de los hechiceros, y en la que los estereotipos narrativos están bastante marcados: Price es el héroe racional y cauteloso, Lorre es el bufón y Karloff es un villano caricaturesco que borda su papel gracias a su ya famosa media sonrisa llena de desdén y soberbia. Otros de los momentos cómicos se dan en personajes secundarios como la dominante femme fatale y segundona del villano, interpretada aquí por Hazel Court, o incluso la imprescindible pareja de jóvenes enamorados; y sí, aquí vemos a un jovencísimo Jack Nicholson que repite bajo la dirección de Corman tras protagonizar La pequeña tienda de los horrores (1960).

El desarrollo de la película es bastante ligero e inofensivo, y a pesar de que en ocasiones llega a hacerse tedioso (sobre todo cuando se aleja de la historia de rivalidad entre sus personajes principales), sólo el clímax final, en el que Craven y Scarabus se enfrentan en un duelo de magia digno de los mejores tiempos de la Disney, es lo suficientemente divertido para justificar todo el resto de la película. Tener esto en cuenta antes de acercaros a El cuervo y abandonad, eso sí, cualquier intención de ver una adaptación fiel de Poe o siquiera un relato de terror. Para eso tendremos que esperar a entradas posteriores de este particular ciclo. Sin embargo, aceptándola como lo que es y lo que pretende ser, estamos ante una muy divertida y curiosa obra menor de Corman. Al igual que en el ejemplo anterior de Historias de terror (1962), lo que hace realmente destacable a la película es el trabajo de los actores protagonistas, tres grandes personalidades del cine de miedo que elevan la categoría de cualquier obra en la que se apersonan.

 

Reseña: Historias de terror (1962)

Firmes en nuestra intención de revisar todas y cada una de las Poe-movies de Roger Corman, llegamos a la cuarta de ellas, titulada Historias de terror (1962), la cual marca la reconciliación de Corman con la American International Pictures, permitiendo así el regreso de Richard Matheson como guionista y Vincent Price en el papel protagónico. A diferencia de las anteriores entradas, esta cuarta película de la saga cormaniana de Poe consta de tres historias diferentes e independientes entre sí, inspiradas en otros tantos cuentos del autor pero, en la misma línea de sus antecesoras, tomándose amplias libertades a la hora de llevar a cabo su adaptación.

Tales libertades son bastante evidentes desde el primer segmento, Morella, el más corto de los tres pero también el más impactante a nivel de atmósfera y el que más fielmente continúa el modelo gótico de las cintas anteriores. Con apenas un par de personajes y una magnífica ambientación representada en el irreal escenario de una mansión completamente cubierta de telarañas, el trío Corman/Matheson/Price revisita los viejos temas de Poe de la soledad y el deseo de la muerte, así como la figura del esposo atormentado por la pérdida de su mujer y la ya icónica figura de la amante exhumada. El argumento no solamente adapta el cuento al que se refiere sino que también mezcla elementos de otros relatos del autor para ofrecer una historia de fantasmas completamente minimalista que contrasta con los otros segmentos que le siguen.

El segundo bloque de esta antología es El gato negro, uno de los relatos más populares de Poe y también uno de los que ha sido adaptado en más ocasiones. Quizás teniendo esto en cuenta, el guión de Richard Matheson reconvierte el febril y delirante cuento original en una pieza de comedia mezclada con otros relatos, en la que la atención se centra no en elementos terroríficos sino en el mano a mano interpretativo entre Vincent Price (que cede aquí el protagonismo) y otra leyenda del cine de terror como Peter Lorre, que para entonces ya se acercaba al final de su carrera. Tanto Price como Lorre abordan sus personajes desde un tono farsesco y bufón que puede molestar un tanto a aquellos espectadores que busquen encontrarse con una historia de terror al uso, pero que en esta ocasión está muy bien logrado tanto en la actuación de los dos protagonistas (impagables los amaneramientos de Vincent Price como un erudito catador de vinos) como en la explotación cómica de los excesos del alcohol. Olvidaos de escenas como la del hombre arrancando el ojo al gato porque nada de eso encontraréis aquí; esto se trata ante todo de una comedia en la que ningún momento, por escabroso que sea, está alejado del objetivo de la sátira, ni siquiera dos fantasmas jugando a la pelota con una cabeza humana.

El tercer y último relato es El caso del señor Valdemar, el cual reúne también a Vincent Price con otra luminaria del cine de miedo en sus últimos años como Basil Rathbone. Como ya viene siendo constumbre, esta adaptación se toma una gran libertad con respecto al argumento original introduciendo un conflicto que estaba ausente en el relato de Poe pero que aquí es perfectamente coherente con la temática de maldad acostumbrada por Corman en este ciclo. El segmento es al mismo tiempo diferente en cuanto a su estética brillante y colorista, en marcado contraste con la oscuridad de los segmentos anteriores. La trama de los jóvenes enamorados es un tanto insulsa y de folletín, pero Rathbone lo compensa haciendo, como de costumbre, un gran villano cuya maligna presencia es capaz de hilar toda la trama y llevarla hasta un final que poco tiene que ver con Poe y más con los cómics de horror de la EC, pero que aún así no deja de ser efectivo. En general se puede decir que de no ser por este trío de intérpretes (Price, Lorre y Rathbone), Historias de terror no hubiera pasado de ser una película menor dentro de este ciclo de Roger Corman, pero su presencia hace que la cinta pase de ser meramente eficiente a convertirse en algo a destacar. Las Poe-movies de Corman puede que no hayan sido fieles adaptaciones de la obra del autor americano, pero no se me ocurre mejor homenaje.

 

Reseña: El péndulo de la muerte (1961)

Con El péndulo de la muerte (1961), adaptación del cuento de Edgar Allan Poe El pozo y el péndulo, Roger Corman continuó su serie de Poe-movies repitiendo el mismo esquema que ya había tenido éxito en La caída de la casa Usher (1960). Es por eso que nuevamente tenemos a Vincent Price como protagonista en una historia de horrores góticos más que destacable, y que de hecho representa una de las mejores de la serie. El guión, nuevamente escrito por Richard Matheson, no guarda casi ninguna similitud con el relato de Poe (exceptuando la icónica escena final del péndulo cortante) y desarrolla su propio argumento, uno ambientado en la España del siglo XVI y que involucra a un joven británico que investiga la muerte de su hermana en el inmeso castillo en el que habitara con su marido, hijo de un perverso inquisidor cuya presencia en el recinto pudo haberse extendido más allá de la muerte.

Imprecisiones culturales aparte (difícilmente una autoridad eclesiástica católica podría haber tenido hijos legítimos), la ambientación de época es una de las mejores cosas de El péndulo de la muerte. Nuevamente el ambiente creado por Matheson y Corman con el castillo gigante, lleno de pasadizos secretos y cámaras de tortura, es opresivo y fascinante, quizás no tanto como en la película anterior, pero sí dotada de una estética mucho más marcada, que Corman debió a las labores del director de fotografía Floyd Crosby y al director de arte Daniel Haller, quien construyó los grandes escenarios de la película «reciclando» material de otras producciones. El resultado es, visualmente, uno de los más impresionantes de esta saga americana de Poe, y uno que tuvo una gran influencia en películas de terror italianas de su época y posteriores, como El cuerpo y el látigo (1963) de Mario Bava o Rojo oscuro (1975) de Dario Argento, así como la película de Tim Burton Sleepy Hollow (1999), que incluso la referencia de forma explícita.

Pero a pesar de que la trama investigativa (en la que el personaje de Vincent Price cree estar siendo acosado por el vengativo fantasma de su mujer) tiene poco que ver con el cuento original, el estilo de Poe sí que se encuentra presente, no sólo en su atmósfera opresiva sino también en determinados tópicos de su obra que se repetirían en varias de las adaptaciones de Corman: el esposo atormentado por la muerte de su consorte, los conflictos familiares sin resolver y, sobre todo, el enterramiento prematuro, son todos temas que aparecen en esta película, la mayoría de ellos girando en torno al personaje de Barbara Steele, habitual damisela de la serie B italiana y una de las fantasmas más guapas que he visto jamás. Como suele ocurrir en estas cintas, el punto álgido de la historia está en un «descubrimiento» por parte de los protagonistas que representa quizás el único instante en el que Corman se rinde a la fuerza del factor shock del cine de terror. El resto, a decir verdad, es un thriller de cocción bastante lenta que sugiere más de lo que muestra y cuyo principal atractivo reside en la ambigüedad de los hechos sobrenaturales.

En definitiva, esta es otra de las Poe-movies de Corman más destacables, y una a la que se hace necesario volver para comprobar que no todo el gótico de los sesenta llegó de la mano de la Hammer. De hecho, la respuesta americana del trío Corman-Matheson-Price seguiría dando sus frutos a lo largo de otras seis películas, que con el tiempo irán cayendo por aquí una a una.

 

Reseña: La caída de la casa Usher (1960)

La caída de la casa Usher (1960) representa en muchos sentidos una jugada maestra de Roger Corman y una de las películas más importantes de su carrera, esto último en cuanto a que le permitió el necesario cambio de registro después de haberse pasado la mayor parte de la década de los cincuenta realizando casposas (aunque en muchos casos notables) serie B de ciencia-ficción en blanco y negro, destinadas principalmente al mercado de las sesiones dobles. Esta adaptación del relato homónimo de Edgar Allan Poe demostró a todos que Corman podía hacer frente a un proyecto ambicioso que no sólo significaba un cambio de estilo radical, sino que encima permitía al estudio competir mano a mano con el resto de los horrores góticos colorizados de la época, especialmente los de la Hammer Films, rival natural de este tipo de producciones. La fórmula, de hecho, tuvo su considerable cuota de éxito: La caída de la casa Usher fue la primera de una serie de ocho Poe-movies, así como una de las mejores y más completas, con una efectividad que se mantiene incólume hoy en día, casi medio siglo después de su estreno.

A pesar de sus orígenes literarios, esta adaptación de Poe juega con otro tipo de convencionalismo: el de la tradicional historia de casas embrujadas aderezada con maldiciones familiares. Pero si bien el argumento se toma amplias libertades con respecto al relato en el que se basa (en un esfuerzo por hacer la historia más «cinematográfica»), la atmósfera presente en el original de Poe está trasladada muy fielmente a la pantalla: el duelo que se da entre el joven y apuesto Phillip y el siniestro Roderick Usher por una mujer, quizás la última y frágil muestra de belleza que queda en aquella solitaria casa que se cae a pedazos, es lo suficientemente interesante para mantener al espectador en vilo a lo largo de poco más que una hora en la que apenas hay un puñado de personajes y muy poca «acción» propiamente dicha.

De hecho, y a pesar de que arriba contraponíamos estas producciones de Corman a las historias de la Hammer, la verdad es que tienen muy poco que ver: ambas son cintas de terror de ambiente gótico y rodadas en color, pero es allí donde terminan sus semejanzas. Mientras que los productos de la famosa casa británica apelaban al factor shock de sus historias y hacían un despliegue inusual de violencia y sensualidad, las Poe-movies de Corman son muy contenidas (nada de aquel Shocking! o aquel Creeping Bloodcurling Terror! de sus primeras producciones), centrándose más en elementos como atmósfera, diálogo y actuaciones, aunque ello no significa que abandonen por completo sus elementos más explotativos, especialmente durante un inmejorable clímax final bastante osado en cuanto al desarrollo de la historia.

Pero si funciona no es simplemente por el material de Poe; lo que hace de La caída de la casa Usher la gran película que finalmente es reside en su esfuerzo de grupo. Aparte de la dirección de Roger Corman (sorprendentemente sobria para sus estándares), tenemos un muy bien equilibrado guión del cual es responsable Richard Matheson, quien sabe aprovechar al máximo el auténtico encanto de las casas embrujadas: la mansión Usher es un preciosista laberinto lleno de túneles, pasadizos secretos, cuadros siniestros y criptas subterráneas de las que sólo vemos una parte muy pequeña, ya que la cinta únicamente dura 79 minutos, créditos incluídos. La otra piedra angular de la película está, por supuesto, en la presencia del actor Vincent Price en el papel de Roderick Usher. Price está simplemente inmenso, lo cual no es poca cosa teniendo en cuenta que es un actor que suele subir la categoría de cualquier película en la que sale. Su papel en esta ocasión es inusualmente comedido, casi desprovisto de histrinionismo pero al mismo tiempo de los más retorcidos que le he visto hacer (la escena del velatorio es sublime, y la reacción del público en el cine tuvo que haber sido digna de verse).

Imagino que todos los que pasen por esta página conocerán de sobra el trabajo de Roger Corman y sobre todo su fase con Edgar Allan Poe, pero aquellos que todavía no lo hayan hecho harían bien en comenzar por esta película. Pocas veces se ha trasladado a la pantalla el pathos de Poe de una forma tan eficaz, y eso, viniendo de un director que provenía de los círculos explotativos, es decir mucho.

 

Reseña: House on Haunted Hill (1959)

El esquema lo conocemos de sobra hoy en día: el excéntrico millonario Frederick Loren, junto con su odiada cuarta esposa, ofrece una fiesta para cinco invitados en la «casa de la colina embrujada», una famosa mansión encantada propiedad de un millonario venido a menos, con un jugoso premio en metálico para aquellos que logren sobrevivir a la llegada del amanecer. La lucha entre estos personajes y los fantasmas que habitan la lúgubre mansión es el argumento de la película que hoy nos ocupa, House on Haunted Hill (1959). A pesar de que se trata de una las historias de casas embrujadas más famosas que se hayan llevado a la pantalla (hasta el punto de tener hoy en día su propio remake y todo), debo reconocer que nunca ha conseguido entusiasmarme del todo, eso incluso después de darle más de una oportunidad. Para mí sus evidentes méritos residen en motivos puramente extracinematográficos, especialmente su capacidad de influenciar trabajos que resultaron ser, a todas luces, muy superiores tanto en estilo como sustancia. Todo esto hace que tenga su puesto destacable en esa década de bisagra entre los horrores góticos y lo que se ha dado por llamar el cine de terror «moderno» americano.

House on Haunted Hill es también una de las películas más famosas de William Castle, un director que tenía más de feriante que de cineasta, y que muchas veces suplía las carencias de sus películas con extravagantes trucos utilizados durante la proyección. El empleado en esta cinta, bautizado como Emergo, consistía en un esquelto de plástico que «levitaba» sobre la platea en el momento indicado, con las consecuentes explosiones histéricas entre el público joven que acudía a las «pelis de miedo» y que sin duda alguna representaban la audiencia ideal de Castle y compañía.

Sin embargo, el éxito de esta historia de fantasmas tiene probablemente menos que ver con artimañas publicitarias y más con la presencia como protagonista del actor Vincent Price, quien una vez más demuestra que es capaz por sí solo de subir el caché de cualquier película en la que se apersona. En general se puede decir que los personajes están bastante bien dibujados (especialmente el atormentado y a veces cómico dueño de la casa), pero el tratamiento que se le da tanto a la trama como al suspense planteado por Castle es demasiado ingenuo como para constituir realmente un thriller adulto. Es por esto que la escena final desenmascara a la película como lo que en el fondo es: una serie B muy limitada que, francamente, dudo que fuera recordada hoy en día de no ser por el inmenso carisma de su actor protagonista.

Curiosamente, la presencia de Price resulta aquí un arma de doble filo al estar el público habituado a su caracterización de eterno villano, lo que hasta cierto punto estropea un poco esa casposísima revelación final. Creo que con esta película se da uno de esos casos en los que una obra deja de ser cine para convertirse en historia del cine, en reunión de una serie de elementos de estilo atribuibles a gran parte del cine de terror posterior, pero que en este caso particular han envejecido bastante mal. Ciertamente no es la mejor película de William Castle, mucho menos de Vincent Price, pero aquellos que deseen adentrarse en la historia de este particular género, seguramente conseguirán aprovechar un visionado.

Reseña: Los crímenes del museo de cera (1953)

Hace ya un tiempo se nos ocurrió aquí mencionar una película llamada Los crímenes del museo (1933), clásico de la era pre-código Hays que desapareció de la escena mundial por algunas censurables muestras de su trama y ejecución. Pues bien, veinte años después de su estreno, la gente de la Warner se sacó de la manga un remake que ha resultado ser, con el paso del tiempo, mucho más conocido que el original por la presencia de un actor: Los crímenes del museo de cera (1953), título con el que se conoce en España la película House of Wax, es principalmente famosa por ser la responsable de lanzar al estrellato al actor Vincent Price, quien aquí se luce en su papel de villano.

Otro motivo por el cual es conocida la cinta es que, a diferencia de su antecesora, la Warner le dio tratamiento de altos vuelos en la esperanza de hacer de ella el gran éxito de taquilla que efectivamente fue, algo nada trivial en una década en la cual los horrores góticos en el cine estaban desapareciendo en favor de la ciencia ficción. En el caso de la película que hoy nos ocupa, su éxito tuvo mucho que ver con una cuestión meramente técnica: la cinta fue rodada en 3-D, y de hecho fue la primera película de un gran estudio para la cual se empleó dicha tecnología. Cabe destacar un detalle que hoy en día todos saben pero que no puedo resistir la tentación de mencionar, y es que su director, André de Toth, era ciego de un ojo y por lo tanto no podía apreciar el efecto.

Al haber sido rodada cuando ya el código Hays estaba en plena vigencia, esta versión de Los crímenes del museo realiza grandes cambios a la historia que van más allá de la ambientación cronológica (finales del siglo XIX en lugar de los años treinta en la que el original se ambientaba), ninguno de ellos demasiado afortunado. Fuera del personaje de Price, el guión no tiene un sólido protagonista masculino, y la desaparición de la heroína de la primera película deja en esta una damisela indefensa más acorde con los estereotipos femeninos del cine de la época. La visión que la película tiene de la policía está dotada de la típica «ingenuidad» de los cincuenta: los polis son héroes que acuden a caballo a rescatar a la dama en apuros, a pesar de que su investigación resulta poco menos que prescindible (la naturaleza del villano y de sus crímenes está clara casi desde el principio, así que los detectives están todo el tiempo descubriendo cosas que el público ya sabe). Los toques de censura también se notan en detalles más sutiles, como el cambio de un yonki en la película original por un alcohólico y la visión un poco más cómica de los villanos, entre los que se incluye un jovencísimo (y entonces desconocido) Charles Bronson.

La llegada del formato digital nos ha traído una versión bastante bien restaurada de Los crímenes del museo de cera, aunque por desgracia el efecto 3-D, no ha sido rescatado (quien sabe si lo hará para futuras ediciones). La película queda así despojada de uno de sus mayores atractivos, dejando una cinta mucho mejor a nivel técnico que su predecesora, pero definitivamente inferior a nivel de atmósfera o genuino valor como cine de terror. El verdadero punto de superioridad de esta versión reside, sin embargo, en que la original no tiene a Vincent Price. De hecho, el ahora actor de culto hace un trabajo magnífico tanto en su faceta original de artesano idealista como en su posterior transformación en villano. Incluso el momento climático del «desenmascaramiento» es perfecto, y al verlo no cuesta para nada creer por qué Price se convirtió en una pieza rentable en el cine de terror de la época.

Hoy en día Los crímenes del museo de cera sobrevive como entretenimiento nostálgico y como pieza de valor histórico. Como película no pasa de ser una historia un tanto ingenua que se salva principalmente por la tremenda presencia de Vincent Price. Como ya todos saben, sin duda, esta película sería realizada una tercera vez en la forma de La casa de cera (2005), remake sólo nominal en la que la idea del asesino que hace estatuas de cera con sus víctimas servía de base para un slasher juvenil que poco (más bien nada) tiene que ver con este trabajo del que hoy hablamos.

 

Reseña: El último hombre sobre la Tierra (1964)

Ahora que una nueva adaptación acaba de llegar a las carteleras, es bueno hacer un repaso a lo que fue la primera versión cinematográfica de la novela de Richard Matheson, Soy Leyenda, una película que ostentaba el explotativo título de El último hombre sobre la Tierra (1964). Independientemente de sus virtudes cinematográficas, esta producción italo-americana es importante no sólo como primera adaptación de una de las novelas de horror más importantes del siglo veinte, sino como precursora de gran parte del fantástico posterior. El tiempo se ha encargado de maltratar su memoria en gran medida, pero el reciente éxito de taquilla de su nueva versión puede repercutir positivamente en el ánimo cinéfilo de rescatarla y reinvindicarla.

A pesar del cambio de título, esta versión de Soy leyenda es quizás la más fiel al material original. De hecho, los primeros planos ya nos muestran el día a día de Robert Morgan, el último sobreviviente de una misteriosa plaga que ha acabado con la raza humana. Solitario habitante de una ciudad desolada, Morgan recorre durante el día las calles vacías buscando provisiones y arrojando cadáveres a la fosa común como si se tratase de sacar la basura. De noche, sin embargo, debe atrincherarse en su morada para resistir el ataque de una raza de vampiros, producto de la mutación del virus sobre los humanos. Esta es la premisa para una gran novela y para una película que ya se ha hecho tres veces.

La cinta tiene sus defectos, principalmente a nivel técnico. Aparte de errores de iluminación y gazapos ocasionales (que evidencian, entre otras cosas, que esa ciudad no está realmente desierta), ciertas escogencias no convencen, como por ejemplo la de Vincent Price en el papel principal. A pesar de ser un magnífico actor, Price no se ve cómodo en el personaje (bastante diferente, por cierto, de los que solía interpretar) y se nota que está allí principalmente como reclamo taquillero. El que durante gran parte del metraje sea el único personaje que vemos no hace sino resaltar este hecho.

Pero más allá de sus limitaciones como película, El último hombre sobre la Tierra es importante como pieza ejemplar de la historia del género, desde la visión de ese mundo que no es más que el cadáver de la civilización humana (algo evidente y que muchos cineastas de hoy ya saben: la visión de una ciudad desierta acojona siempre) y, sobre todo, de esos vampiros, cuyo ataque a la casa de Morgan es sin duda alguna la mayor fuente de inspiración de la que bebería George Romero en La noche de los muertos vivientes (1968).

Arriba decíamos que esta es la versión de Soy Leyenda que más se parece a la novela original, y es así, no sólo anecdóticamente, sino también en el hecho de que es la única de las tres versiones que resalta el subtexto mediante el cual Morgan se convierte en una leyenda para los monstruos que está despachando. Dicha revelación es narrada, cierto, pero se agradece su presencia. Lástima, sin embargo, que la película tome al final un giro totalmente distinto.

Porque el final es, sin duda, el punto en el que la cinta se distancia de la novela de Matheson. No voy a revelarlo aquí, pero digamos solamente que aquello que en Matheson es una explicación sobre el miedo como fuerza motriz de la sociedad humana, en la película se convierte en un alegato de pesismismo político en la que los infectados (o al menos algunos de ellos) adquieren un aura fascista muy difícil de pasar por alto (atención a esas camisas negras y recordad la historia de Italia, donde se rodó la película). El personaje de Robert Morgan adquiere durante este climax cierto aire mesiánico que aún así no deja de lado el final existencialista que tanto marcaría el género fantástico-apocalíptico de la década (de nuevo, George Romero). Es un final diferente al de la novela de Matheson, sin duda, pero al menos coherente con lo que va mostrando la historia, que no es poco decir.