Reseña: Las novias de Drácula (1960)

Ansiosa por repetir el éxito de Drácula (1958), la Hammer Films estrenó esta segunda parte en 1960, la cual, aprovechando el nuevo filón erótico-terrorífico de su creación, explotó el morbo del público titulándose Las novias de Drácula (1960). Lo primero que hay que saber es que el título es en gran medida engañoso, ya que las vampiras a las que hace referencia no son las protagonistas, y el conde Drácula no tiene en la práctica nada que ver con la historia. De hecho, según dicen, el famoso estudio británico, con el objetivo de recortar gastos, decidió no contar con Christopher Lee y tejer una historia de vampiros completamente distinta en la que el doctor Van Helsing (nuevamente interpretado por Peter Cushing) se enfrentaba a un vampiro aristócrata con preferencia por las jóvenes damiselas, que finalmente volvían de la tumba para succionar la sangre de los vivos.

El comienzo de la historia sigue siendo muy atractivo, y en él se nos da toda la información que necesitamos saber acerca de la naturaleza del vampiro protagonista y de la joven en peligro que Cushing deberá salvar. La ejecución, sin embargo, no es esta vez tan efectiva como en la película anterior; si bien es cierto que Las novias de Drácula tiene momentos realmente siniestros (como por ejemplo la secuencia en la que las vampiras salen de la tierra con su puntiaguda sonrisa y el hambre en sus ojos), esta producción está plagada de momentos terriblemente sonrojantes incluso para los estándares de bajo presupuesto de la casa británica, casi todos referentes a la apariencia física de los chupasangres, y sobre todo del vampiro principal convirtiéndose en ocasiones en un murciélago increíblemente falso y cutre (además de que su metamorfosis nos hace cuestionar la efectividad de su prisión al principio de la película). En otras palabras, hay una distancia increíble a nivel de imaginería visual entre la anterior película y esta, y teniendo en cuenta que el director vuelve a ser el gran Terence Fisher, la única explicación posible es la prisa que se dio este proyecto por hacerse una realidad.

Lo que sigue funcionando, y a todos los niveles, es Peter Cushing como el cazador de vampiros. Más aún que en la primera parte, el Van Helsing de Cushing es un héroe de acción que lucha contra los chupasangres sin piedad, y que incluso recurre a métodos de auto-curación dignos de las películas de Rambo. Es Cushing sin duda la mayor pieza de cohesión de una película que pasó por varias reescrituras de guión y que, por lo tanto, deja muchos cabos sueltos y muestra por todos lados las huellas de la intervención de varios guionistas, incluyendo una resolución final cuanto menos curiosa a nivel de estética pero, francamente, bastante risible e inverosímil, al menos en pantalla.

No sería esta (evidentemente) la última de las películas de la Hammer que versaran sobre el famoso conde de Transilvania. Lee y Cushing alternarían en varias hasta volver a encontrarse años más tarde. En todo caso, su siguiente secuela, Drácula, príncipe de las tinieblas (1966) resulta muy superior sin lugar a duda a esta entrega, un tanto apresurada y pobre a nivel visual, pero que todavía resulta muy divertida.

 

Reseña: Drácula (1958)

Universal Pictures fue la primera que sacó partido públicamente de la novela Drácula, de Bram Stoker, pero fue la versión de la Hammer Films, estrenada por Terence Fisher en 1958, la que convirtió al conde en icono pop. Fue también un inmejorable paso adelante para la productora británica, quien superaba así el éxito de La maldición de Frankenstein (1957), la película que dio inicio a su reinado. Incluso hoy, a medio siglo de su estreno, es fácil darse cuenta de por qué la Hammer consiguió el éxito que tuvo tomando un personaje clásico y reinventándolo para exitar el morbo del público. Porque en eso estamos claros: las semejanzas de Drácula (1958) con la novela en la que se basa son mínimas, algo que nos deja ver de forma bastante evidente en los primeros minutos de la cinta, cuando descubrimos que Jonathan Harker, el joven leguleyo que se ha alojado en el castillo del conde de Transilvania, es en realidad un cazador de vampiros enviado en una misión secreta para acabar con el Príncipe de las Tinieblas.

A partir de este primer encuentro con el monstruo, Fisher construye su versión de Drácula como un cuento de la lucha entre el Bien y el Mal en el que ambos personajes son pasados por el tamiz épico/gótico de la Hammer Films; el conde es visto por el público en su doble faceta de encantador aristócrata y demoníaco monstruo de ojos inyectados en sangre y colmillos desproporcionadamente grandes (es ese cariz monstruoso el que tan bien encarna Christopher Lee: fuera de la secuencia inicial, su personaje casi no tiene diálogos). Su némesis el Dr. Van Helsing es aquí el hombre de Ciencia enfrentado a fuerzas malignas y transformado en impagable héroe de acción con un Peter Cushing dando cabriolas, crucifijo y estaca en mano.

Pero donde realmente está el mayor aporte de la cinta de Terence Fisher es en haber conseguido aprovechar el mito erótico de Drácula (y de los vampiros en general) a un nivel ni siquiera soñado por la versión de Tod Browning. Mientras el Drácula de Lugosi «hipnotizaba» a las mujeres para dedicarse a sorber la sangre de una doncella desmayada en contra de su voluntad, el conde interpretado por Lee ejerce una atracción diabólica sobre sus víctimas, que se entregan voluntariamente a sus apetitos. Dicho detalle no solamente añade una capa mayor de trasgresión a la película (sin duda osada para la censura de la época), sino que además calza a la perfección con el mensaje de la novela según el cual la figura de Drácula representa los mayores temores ocultos de la sociedad victoriana que invade con su presencia.

La película fue titulada en los Estados Unidos como Horror of Dracula para diferenciarla de la versión de 1931 (con Bela Lugosi como el conde), que todavía, más de un cuarto de siglo después, se seguía presentado esporádicamente en los cines y estaba grabada al fuego en el inconsciente colectivo. El éxito de la versión de la Hammer generaría asimismo una larga ristra de secuelas en la que Christopher Lee y Peter Cushing retomarían sus respectivos papeles (aunque no siempre coincidiendo en la misma película). La Hammer Films acababa de hacer su entrada triunfal.

 

Reseña: Drácula, príncipe de las tinieblas (1966)

Hoy en día, si se les pregunta a muchas personas (quiero decir, personas amantes del género de terror) quien ha sido el mejor Drácula de todos los tiempos, la mayoría dirán, sin duda, el mismo nombre: Christopher Lee. Este gran hombre, a quien ruego a Dios las generaciones actuales no recuerden únicamente como el Saruman de El señor de los anillos (2001-2003) o el Count Dooku de El ataque de los clones (2002), hizo casi veinte películas (se dice rápido) para la mítica productora británica Hammer Films, y en muchas vistió la famosa capa del conde, siendo sin duda el que mejor supo explotar toda la inmensa carga erótica que inspira este personaje. La primera que vi, y la que tengo más fresca en la memoria (quizás porque volví a verla recientemente) es Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula: Prince of Darkness, también conocida como Revenge of Dracula). Esta, una de las muchas secuelas de Horror of Dracula (1958) fue dirigida también por Terence Fisher. Lee esta vez no estuvo respaldado por su eterno archienemigo Peter Cushing (quien hizo varias veces el papel del doctor Van Helsing) pero al menos pudo acosar sexualmente a la bellísima Barbara Shelley (que no, no es la de la foto).

Siempre me parecerá curioso, cada vez que vea esta película, lo realmente siniestra que es. Utilizando el viejísimo argumento de la pareja de incautos que se aventura en un castillo abandonado a pasar la noche (a pesar de que les han advertido que no lo hagan), la película arranca de una manera insuperable y osada para la época: uno de los fieles sirvientes de Drácula mata a uno de los transeúntes y, tras colgarlo de cabeza sobre la tumba de su señor y cortarle el cuello, procede a rociar con su sangre las cenizas del conde, que por supuesto vuelve de la tumba a proseguir con su actividad favorita: succionar cuellos, especialmente los que pertenecen a apetitosas hembras mortales. Si a esto añadimos el hecho de que el largirucho y tétrico conde jamás pronuncia una sola palabra en toda la película (dicen que Christopher Lee quitó todas las líneas de su papel porque el diálogo le parecía ridículo) llegamos a la conclusión de que estamos ante una de esas pequeñas joyas de autocine.

Quizás no llegue al nivel de otras producciones de Hammer, especialmente dentro de los parámetros de Drácula, pero sin duda alguna que esta secuela no hace sino demostrarnos lo vital que ha sido Christopher Lee para el género. El conde y su enemigo Van Helsing se volverían a encontrar años después, y pocas serán las veces en que no los veamos ir uno contra el otro en esa eterna batalla entre el horror y la ciencia, entre la lujuria y la razón. A veces gana uno y a veces otro. Al menos, en Drácula, príncipe de las tinieblas, gana el género.