Decíamos hace poco que, junto con La niebla (2007), Las ruinas (2008) era la única película de terror auténtica que habíamos tenido en lo que va de año. Es también mucho más que otra entrega en el sub-género de los «turistas muertos»; es, tal como la definió el columnista americano Brian Orndorf, lo que hubiese sido La pequeña tienda de los horrores (1960) dirigida por Herschen Gordon Lewis. No le faltan méritos; más que sangrienta (sólo lo es en determinados momentos muy puntuales) Las ruinas puede ser catalogada simplemente como una película cruel en la que los personajes únicamente están puestos allí para sufrir. Ignoro si la novela en la que se basa será igual, pero los grandes elogios que de ella hizo Stephen King me hacen pensar que muy probablemente lo haya sido.
El escenario es sencillo, y lo hemos visto muchas veces: turistas del primer mundo que viajan a parajes exóticos y cometen un exceso de confianza que los pone en manos del peligro, en este caso un recóndito templo maya que, por supuesto, no aparece en los mapas. El mensaje es también el de siempre, pero en esta ocasión las consecuencias de tal arrogancia no vienen de la mano de psicópatas locales sino de algo con menos poder «alegórico»: criaturas inexplicables. No revelaré exactamente su naturaleza aquí (aunque ya creo que no hay nadie que no lo sepa) pero sí sabemos que el meollo de esta película está en la frase de uno de sus personajes que afirma, tratando inútilmente de explicar la situación, que alguien tiene que rescatarlos simplemente «porque somos americanos». La idea de que todo lo malo ocurre fuera del ambiente seguro de casa ha dado una vida a una nutrida cantidad de películas, y este caso no es una excepción.
Pero nos alejamos de lo principal: si algo funciona en Las ruinas es esa evidente simplicidad que, curiosamente, se atreve a utilizar una atmósfera opuesta a la de la mayoría de sus congéneres. Toda la cinta transcurre en espacio abierto, con las escenas más horripilantes ocurriendo a plena luz del día, lo que da pie para un curioso juego de manipulación al que el director Carter Smith se plega sin condiciones ni reservas. La expectación es un arma que utiliza constantemente, haciendo más angustiosa la situación de sitio de los personajes a medida que marca el paso del tiempo con la progresiva desaparición de la comida y el agua. Incluso las criaturas son manejadas de forma cuando menos curiosa: sin ser una película particularmente violenta, algunas escenas de Las ruinas son extremadamente desagradables en su breve pero intensa carga de explotación, y sin embargo, las facultades de sus «monstruos» son lo más pavoroso de todo el argumento, no sus despliegues sanguinolentos.
Sin miedo a parecer repetitivo, estamos ante una de las pocas películas de terror «de verdad» de este año, una que si bien sigue, en su mayor parte, todas las reglas anteriormente establecidas en el género de terror (y más aún en el terror de «jóvenes guapos pero ingenuos en tierras hostiles») no deja de ser absolutamente recomendable. Las ruinas es uno de los exponentes más directos y menos sutiles de aquella vieja máxima del género que advierte no cruzar nuestras cómodas , privilegiadas y bien protegidas fronteras.