Reseña: Las colinas tienen ojos (2006)

Las colinas tienen ojos (2006) fue definida por Richard Roeper (el segundo crítico de cine más popular de Estados Unidos) como «an ugly piece of splatter-porn«. Es el tipo de película por la cual tu novia te deja, el tipo de cinta al que la gente se refiere cuando sale del multiplex, furiosa, diciendo «pero si yo vengo al cine a pasar un buen rato». Si esto no te convence de ir a verla, no sé que puede funcionar, porque sin duda alguna estamos ante la pieza de terror del año. El galo Alexandre Aja no solamente ha entendido a la perfección aquello que hace grande a la película original de Wes Craven, sino que eleva ese concepto hasta límites insospechados.

Al inicio, Aja despliega la historia haciendo prácticamente un calco del original de Craven, siguiendo exactamente la misma línea argumental de una familia que sufre un «accidente» en las colinas de Nuevo México y es atacada por una horda de mutantes caníbales. Entre las sutiles diferencias (aparte de la ubicación geográfica y del hecho de que en esta ocasión el accidente es provocado) está el mayor hincapié que se hace en esta ocasión en el origen de los mutantes: los nocivos efectos de la radiación producto de décadas de pruebas atómicas. Sin embargo, las similitudes acaban en el momento en que la familia Carter es finalmente presa de sus deformes perseguidores. El brutal ataque es mostrado por Aja en todo su esplendor, sin reservarnos ni un detalle, y el abuso que sufren las mujeres Carter a manos de sus atacantes es, en mi opinión, muy difícil de aguantar, especialmente una imagen en particular que debe haber hecho a los censores americanos caerse de la silla.

Estos detalles no son gratuitos, ya que sólo mostrándonos el salvajismo de los mutantes (que en esta ocasión, gracias al inigualable trabajo de Greg Nicotero y Howard Berger, parecen realmente mutantes, mención especial para el nuevo y espectacular Pluto, y que me perdone Michael Berryman) puede Aja mostrar lo que es sin duda el punto esencial: la reacción de la familia protagonista. Después de todo (y aquí es donde se nota la eficacia de este remake) lo realmente horrible de la película no es el sufrimiento de los que mueren, sino lo que sucede con aquellos que sobreviven, la bestialidad que surge en aquellos seres aparentemente tímidos que deben elegir entre morir y convertirse en auténticos monstruos inhumanos. Aja retuerce y exprime esta idea en la figura del tímido demócrata del que todos se burlaban y que termina convetido en una fiera cubierta de sangre y sedienta de venganza, cuyas acciones son para colmo acompañadas con una música épica que hace que uno, como público, no sepa si el director está haciendo un canto o una crítica a la bestialidad. Es curioso, además, que se aderece esto con un perfil algo patriotero (la bandera americana se convierte aquí en un cínico instrumento de destrucción). Puede que esto sea una ida de olla mía, pero ahora que sé que el padre de Alexandre Aja es un notable político del socialismo francés, no estoy tan seguro.

Otro acierto enorme de este remake es lo que se refiere a sus antagonistas. Los nuevos mutantes de Las colinas tienen ojos, aparte de su fealdad repulsiva, son auténticos animales a los que se ha privado casi completamente de diálogo (algo que en mi opinión debió de hacer la original). Además, sus números ya no se reducen únicamente a un clan familiar (aunque Billy Drago hace un gran Júpiter en un breve cameo) sino que su historia se extiende a niveles mitológicos en lo que para mí es la mejor secuencia de la película: una visita a un pueblo fantasma habitado por la raza de caníbales y su descendencia. Esto, sumado a la agorafobia que produce ese inmenso y caluroso desierto del que no hay salida posible, y ese tremendo cuadro final de los sobrevivientes, hace de esta una película absolutamente imperdible. Y me pregunto: ¿qué puede hacer Alexandre Aja en el futuro? Sea lo que sea, habrá que verlo.

 

Reseña: Marebito (2004)

Lo mejor (y lo peor) de Marebito (2004) es que es del todo inclasificable. De entrada, lo primero que llama la atención de ella es que es la primera película que Takashi Shimizu lanza que no es alguna reencarnación de Ju-On: The Grudge (2003), por lo que las ganas de destriparla son inmensas. A nivel anecdótico, además, está el hecho de que fuera rodada en apenas ocho días, con un presupuesto mínimo, en el tiempo en que su director tuvo un pequeño descanso entre su opera prima y el correspondiente remake americano. La historia que narra (si es que se puede decir que tiene realmente una historia) es la de un cámara freelance que, tras grabar en vídeo el suicidio de un hombre en el metro de Tokio, queda obsesionado con la naturaleza del horror, sensación que al parecer nunca ha sido capaz de sentir. Un día, sus pasos le llevan a los laberintos subterráneos de la ciudad, lugares que albergan un mundo fantástico poblado por habitantes que no pertenecen al género humano. Allí encuentra a una chica encadenada a la que rescata y lleva a su casa, una criatura inquietante que siente gran apetito por la sangre humana.

Decir más sería inútil, porque Marebito no presume de trama. Se trata más bien de una película de sensaciones, en la que la respuesta del público viene dada por imágenes y momentos que Shimizu nos arroja en cara de vez en cuando, enredados en la curiosa mitología personal que busca crear. En esta mitología se dan cita desde vampiros hasta ciudades perdidas, humanoides vengativos, fantasmas, serial killers, automutilación, abandono, locura y leyendas urbanas de los cuales los indigentes son los principales oráculos. Pero por sobre todo esto está la búsqueda del miedo por parte del personaje principal, el lacónico tecnócrata Masuoka. No es casualidad, por supuesto, que el actor escogido para interpretarlo sea Shinya Sukamoto, director de otros clásicos del «horror» japonés como Tetsuo el hombre de hierro (1988). En su personaje vemos a un hombre ansioso por sumergirse en el terror, que no vacila en ceder a cada uno de los impulsos autodestructivos que parecen brotar de su aparentemente frágil compañera, a la que llama simplemente «F». Mi opinión es que con el espectador pasa lo mismo (o al menos con algunos: en la enorme sala donde la vi únicamente había seis personas), y Shimizu nos va poco a poco metiendo en su juego de guiños que van desde la mitología popular hasta las más manidas convenciones del horror oriental, ninguna de las cuales es empleada de forma gratuita. Más que asustar, la película crea un estado de repulsión que se asemeja a algo viscoso arrastrándose por una superficie húmeda, una experiencia completamente sensorial, no intelectual, si bien mucho menos «accesible» que otras propuestas del género.

Marebito cosechó bastantes éxitos en los nuevos circuitos de cine digital, por lo que los casi dos años que ha tardado en llegar a las salas españolas se antojan por lo menos sospechosos. Aún así, soy de la opinión de que la espera ha merecido la pena. Ciertamente no es para todo el mundo, y muchos podrían pensar que es rara simplemente porque sí, y que los diferentes temas como el fetichismo, el miedo a las ciudades y a los demás, la desesperada búsqueda de los mitos y sus referencias a Poe y Lovecraft son poco más que una paja mental. Sinceramente, yo dudo mucho que esta cinta sea simple y llanamente una metáfora de la dependencia del Prozac; lo que Shimizu muestra aquí es el lento viaje a través de la auto-depredación y que, finalmente, lleva hasta la nada. Por mi parte, recomiendo encarecidamente este viaje.

 

[Nota: fíjense bien en las diferencias que hay entre el póster francés de la película y su equivalente americano. Cosas de la censura, supongo]

Reseña: Hostel (2005)

Con su segundo largometraje, Eli Roth se consolida como una de las mayores promesas del panorama terrorífico actual. Si Cabin Fever (2002) nos mostró el sorprendente debut de este director americano, Hostel (2005) es un decisivo paso más en lo que se augura como una próspera y fructífera carrera de la que los fanáticos del horror puro sacaremos más de un momento de un disfrute. Asimismo, su joven productora Raw Nerve parece apuntar, tras este nuevo estreno, a una línea específica de cine que puede que no sea para todo el mundo, pero de seguro provoca de todo menos indiferencia.

Si en su ópera prima Roth rendía homenaje al primer George Romero y al primer Sam Raimi, en su nueva obra tampoco se olvida de sus ídolos. De sobra está decir que el sello de calidad «Quentin Tarantino presents» asegura una marcada influencia de esa violencia desenfadada que carateriza esta nueva ola de películas de terror que desprecian cualquier tipo de contención ante el público, pero no es la única referencia. Cuando contemplamos a los sádicos villanos de Hostel enfundados en sus batas con guantes y delantal de cuero, el recuerdo de la inolvidable protagonista de Audition (1999), de Takashi Miike, nos golpea en el rostro de forma contundente. Esta referencia se hace mucho más obvia cuando, en una escena, contemplamos al propio Miike en un glorioso cameo, mirando directamente a la cámara y advirtiendo al protagonista (por ende, a nosotros) de aquello que estamos a punto de presenciar.

Pero la cinta es mucho más que simple homenaje y saludo a la bandera. Si algo ha demostrado aquí Roth es que es ante todo un conocedor de la auténtica esencia del miedo, desenvolviendo lentamente la historia y anticipando todo el horror que nos tiene preparados y del que apenas nos permite un vistazo en los créditos iniciales. Toda la primera mitad de la película se emplea en prepararnos para este momento: dos amiguetes americanos y un islandés viajan de mochileros por Europa buscando el típico paquete turístico de cualquier «eurotrip»: sexo, drogas, juerga y más sexo. Los tres son entonces enviados a un pequeño hostal cerca de Bratislava, en Eslovaquia, donde se les ha prometido un paraíso terrenal de mujeres hermosas y bastante ligeras tanto de ropa como de moral. No tengo que decir, por supuesto, que dicho edén no es más que una trampa, que no revelaré pero que resultará muy familiar a todos los que hayan visto Blood Sucking Freaks (1976), película de semi-culto que recientemente ha sido recuperada gracias al formato digital.

Si la primera mitad sugiere todo, sumergiéndonos en esa atmósfera tenebrosa de una ciudad en decadencia, con todo y una panda de feroces niños delicuentes salidos de las peores pesadillas de William Golding, la segunda parte abandona todo tipo de sugerencia y abraza una violencia explícita y sádica, no tanto por lo gráfico de su charcutería (a pesar de que es muy gráfica, existen otras películas que han ido mucho más allá) sino por el regodeo en la maldad de aquellos seres y sus demenciales motivaciones (el detalle de las «nacionalidades» de las víctimas es más significativo de lo que se cree), pero sobre todo, por la posibilidad de que todo aquello que presenciamos en la pantalla sea un reflejo del Mal presente bajo la superficie aparentemente tranquila de nuestra sociedad (el mismo Eli Roth confiesa que recibió la inspiración para la película del contenido de cierta página web tailandesa). Por eso, Hostel no es una película de la que salgamos con miedo de dormir durante la noche, sino con el increíble alivio de sabernos a salvo, al menos de momento, porque siendo honestos: ¿no caeríamos también nosotros con la carnada de las mujeres del Este y su belleza por todos conocida? No me atrevo a responder.

Reconozco, sin embargo, que la película pierde en la segunda mitad esa deliciosa intriga que poco a poco iba creando, recreándose demasiado tiempo en su propia depravación. Aún así, creo que estamos ante una de esas películas que, al igual como pasó con Viernes 13 (1980), será motivo de discusión durante muchos años, y generará una relación de amor/odio como pocas. Sólo su autocomplacencia le impide ser la obra maestra que el señor Roth nos traerá en el futuro.