Tras el éxito salvavidas que fue Drácula de Bram Stoker (1992), Coppola tomó el camino de la sensatez y empezó a preparar inmediatamente una película de acompañamiento auspiciada por su productora American Zoetrope, y la opción más evidente era, por supuesto, una versión de Frankenstein. La película se tituló Frankenstein de Mary Shelley (1994), en parte para evitar demandas de copyright por parte de la Universal (que tenía y todavía tiene los derechos de explotación del nombre) y en parte también para dejar claro que se trataba de una nueva adaptación de la novela y no de un intento por imitar las películas anteriores.
Es por esto, entre otras cosas, que la cinta se esfuerza por centrar la atención en el científico protagonista, interpretado por Kenneth Brannagh, quien también se encarga de la dirección. El resultado es una película muy singular, injustamente maltratada por la crítica y por un amplio sector del público, y una que, al igual que su predecesora vampírica, constituye una adaptación muy distinta a las que normalmente se nos han presentado de esta famosa historia. De hecho, el guión de Frank Darabont no es tanto una película de terror sino más bien una extravagante period piece muy respetuosa con el original de Shelley (es quizás una de las versiones de Frankenstein más fieles al argumento de la novela) y al mismo tiempo deudora confesa del legado de uno de los mayores «monstruos» cinematográficos; la película está literalmente empapelada de referencias a todas las grandes versiones fílmicas de Frankestein que se han hecho, desde la adaptación muda de la Edison Studios hasta las películas de la Universal o la Hammer, e incluso una escena en particular guarda un parecido casi mimético a uno de los momentos clave del Frankenstein desencadenado (1990), de Roger Corman.
Decíamos arriba que esta versión se centraba principalmente en el científico, y es verdad. El Víctor Frankenstein de Kenneth Brannagh huye de la ya habitual representación del mad doctor para convertirse en un personaje que busca la simpatía del espectador casi desde el principio, en la que se nos muestra tanto su búsqueda de la verdad en los recintos universitarios como la idílica vida de su Suiza natal, así como su relación romántica con Elizabeth, interpretada aquí por Helena Bonham Carter. El personaje de Brannagh es el centro absoluto de la película, algo que, en consonancia con el historial interpretativo del actor/director, no está exento de dramatismos shakesperianos y momentos sonrojantes que, si bien en ocasiones pecan de excesivos y narcisistas (pienso aquí en la aparatosa escena del despertar de la criatura, con todo y su homoerotismo de torsos lubricados y semidesnudos) no son suficientes para hundir la película.
Este histrionismo demencial está por fortuna equilibrado con la metódica y sutil interpretación de Robert De Niro en el papel del monstruo, uno de los aspectos más destacables de la película. En su momento, al hablar del Drácula de Coppola, mencionábamos que uno de sus mayores aciertos estaba en el conde de Gary Oldman, completamente distinto, tanto estética como actoralmente, de la idea preconcebida que se tiene del personaje. Pues bien, en Frankenstein de Mary Shelley tenemos el mismo caso: el monstruo de De Niro es totalmente diferente de aquel que tenemos grabado en la mente, y sin embargo funciona al resaltar la humanidad de una criatura que únicamente busca el reconocimiento por parte de su padre y creador, en un tratamiento oscuro y sombrío que puede que disguste a muchos, pero que al menos es completamente coherente.
Los detractores de esta película por lo general argumentan que es demasiado teatral y extravagante en sus formas, excesivamente oscura y deprimente, y que Kenneth Brannagh tiene demasiado protagonismo. Independientemente de si estas quejas son justificadas o no, la verdad es que el éxito de su predecesora no logró repetirse, y la película fue un fracaso a nivel de taquilla y de crítica, en parte por los comentarios abiertamente despectivos del propio Coppola, que atacó públicamente la cinta debido a las negativas de Brannagh de recortar drásticamente el metraje. Para colmo de males, en el momento de su estreno fue eclipsada por un sonado culebrón tejido por la prensa británica del corazón en torno a las aventuras extramaritales de Kenneth Brannagh con su compañera de reparto Helena Bonham Carter y que llevaron a la ruptura del director con su entonces esposa y colaboradora Emma Thompson.
Pero quince años me parecen suficientes para dejar todo eso atrás. A todos los amantes de la novela, de las películas de Frankenstein en general y de las piezas de terror de ambiente gótico, esta es una cinta que recomiendo ampliamente, una que vale la pena rescatar de su injusto maltrato.