Otra de las más famosas películas dirigidas por Roger Corman, Un cubo de sangre (1959) es también otro ejemplo de una comedia de terror poco convencional muy en la línea de La pequeña tienda de los horrores (1960), que Corman dirigiría al año siguiente reciclando los mismos escenarios y gran parte del equipo técnico y artístico. Es también otra de sus colaboraciones con el guionista Charles B. Griffith, quien sacó aquí uno de sus mejores trabajos y una cinta que ha pasado a ser conocida como un retrato/parodia muy acertado del ambiente artístico beatnik de los cincuenta.
En la película, un camarero con ambiciones de escultor llamado Walter Paisley (el omnipresente Dick Miller visto aquí en uno de sus pocos roles protagónicos), mata accidentalmente al gato de su casera y oculta su fechoría cubriendo al felino de arcilla, creando de esta forma una escultura alabada por todos como una obra de arte y convirtiéndolo en un escultor estrella de la noche a la mañana. Pero si algo no tiene Walter es talento, por lo que poco a poco comienza a matar para utilizar los cadáveres de sus víctimas como material para sus obras, primero de forma accidental y luego intencionalmente a la vez que intenta con sus obras impresionar a sus nuevos amigos del mundo artístico y seducir a la chica de la que se ha enamorado.
Como decíamos arriba, el argumento guarda similitudes con La pequeña tienda de los horrores en el sentido de que el personaje principal es alguien en un principio bueno e inocente que termina convertido en asesino por casualidad, pero el desarrollo y la premisa de Un cubo de sangre evolucionan de forma mucho más oscura y siniestra; ya desde muy pronto el Walter de Dick Miller es retratado como un auténtico enfermo mental, un hombre con una existencia sumamente gris y patética a quien la fama y la adulación van convirtiendo en un monstruo obsesionado con enmascarar sus crímenes bajo una capa de belleza. En muchos sentidos es también una vuelta de tuerca a la premisa de cintas anteriores como Los crímenes del museo de cera (1953), aunque esta vez contada desde la perspectiva del villano. Sin embargo lo más interesante probablemente sea la ambientación en el inframundo de la cultura beat con su poesía surrealista, su arte improvisado y su constante exaltación del artista como figura mesiánica alejada de la realidad. En estos sentidos es una película mucho más inteligente de lo que parece y con unos personajes mucho más redondos de aquello con lo que Corman solía trabajar.
El guión, los personajes y varias de las actuaciones (no sólo Dick Miller sino también un magnífico Julian Burton como el poeta residente del club donde trabaja Walter) elevan Un cubo de sangre a la categoría de uno de los trabajos más memorables de Corman, por mucho que se vea dañada por sus escasos valores de producción y algunas deficiencias técnicas que rebajan, por ejemplo, el golpe de efecto de un final muy efectivo en el papel pero menos impactante en la pantalla. A pesar de eso es una cinta muy buena y ampliamente recomendable incluso hoy en día. Corman produjo también un remake de esta a mediados de los noventa, y no la he visto aún así que con toda seguridad nos acercaremos a ella en algún momento.