Reseña: El terror (1963)

En lo que será la penúltima entrada de este especial llegamos a otra de las excentricidades de Corman, titulada El terror (1963) y estrenada cuando el director estaba cerca de finalizar su famoso ciclo de Edgar Allan Poe. De hecho, Corman siempre se ha referido a esta película como una especie de «miembro honorario» de sus Poe-movies, ya que si bien es cierto que no está basada en ningún título del famoso autor americano, su argumento y atmósfera son en realidad una amalgama de todos los elementos que hicieron exitosa su saga de Poe, desde la ambientación gótica, el elemento sobrenatural (más presente aquí incluso que en sus otras películas) y la fascinación con la bella amante muerta que tanto conocemos.

Estas semejanzas se hacen evidentes una vez que sabemos las circunstancias en que la película fue realizada: tras haber finalizado antes de tiempo el rodaje de El cuervo (1963), y aprovechando que todavía tenía a su disposición por un par de días el plató (y el contrato de trabajo de su estrella principal, Boris Karloff), Corman decidió rodar una película de forma improvisada reciclando gran parte del material y utilizando los mismos actores y equipo técnico. Creando un guión en su mayor parte compuesto de escenas hechas sobre la marcha, Corman rodó las escenas con Karloff en el castillo en apenas tres o cuatro días mientras el resto de la cinta se fue rodando de forma intermitente a lo largo de nueve meses en los que varios de sus pupilos hicieron de directores, incluyendo el actor protagonista, Jack Nicholson (visto aquí en uno de sus primeros papeles protagónicos) y un joven asistente de dirección llamado Francis Ford Coppola. El resultado es caótico y mejorable, sí, pero también mucho mejor de lo que se podría pensar, ya que Corman y compañía consiguieron crear un cóctel gótico con una trama que resulta genuinamente interesante y con un misterio sobrenatural que nunca llega a ser aburrido pese a sus numerosas truculencias y sus ocasionalemente descabelladas decisiones y giros argumentales.

Tanto es así que estoy seguro de que sin quererlo Corman terminó presagiando varios de los elementos que se volverían comunes en el terror europeo de autores como Bava y Fulci, quienes muchas veces mostraron una preferencia por lo estético y lo ambiental por encima de un argumento coherente. Con todo y eso hay una trama bastante clara en El terror, una que participa de las constantes de Poe mediante la figura de un soldado francés interpretado por Jack Nicholson (quien parece más bien una especie de Simón Bolívar) que se obsesiona con una joven y bella mujer que podría ser o no un fantasma relacionado con un anciano barón que vive recluso en su castillo. La trama, como decíamos arriba, es clara a grandes rasgos pero nebulosa en los detalles debido a que muchas de sus escenas fueron improvisadas. No siempre funciona (el personaje de Nicholson, por ejemplo, parece oscilar entre un héroe romático y un hombre violento con una malsana obsesión por la joven), pero el resultado es muy atractivo y el trabajo de actores más que probados como Dick Miller, Boris Karloff o la bellísima Sandra Knight le da cierto grado de legitimidad que quizá no habría funcionado con otro elenco.

Efectivamente esta es una película que podría haber formado parte del ciclo de Poe al contener todos aquellos aspectos que hicieron de este un éxito, incluyendo el desenlace de destrucción y un giro final que resulta un tanto descabellado pero coherente con lo que hemos podido ver. Por supuesto El terror se ha ganado la fama de ser una serie B poco destacable pero soy de la opinión que se merece una consideración especial, aunque sea por su escena final, inusualmente oscura incluso para los estándares de Corman y el cine comercial de la época, al menos en el Hollywood mainstream. Quizá no sea la mejor cinta que hemos comentado en este especial, pero el desafío que representó y las numerosas anécdotas acerca de su rodaje la hacen algo muy especial que merece ser visto.

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Reseña # 700: La novia de Frankenstein (1935)

Como comentábamos hace ya mucho tiempo, Frankenstein (1931) fue la primera gran película de horror de los monstruos clásicos de Universal, aunque la mayoría de críticos e historiadores siempre han sostenido que fue su secuela, La novia de Frankenstein (1935), la que alcanzó el punto más alto de esta edad de oro del terror en blanco y negro de los años treinta, y al igual que su predecesora terminaría dictando el estándar por el cual habrían de regirse todos los trabajos siguientes del estudio. Es también considerada por este motivo no sólo la mejor y más icónica de su ciclo, sino también la cima de la carrera cinematográfica de James Whale, un director por siempre asociado al imaginario que ayudó a crear con esta continuación.

Por todos estos motivos, resulta increíble pensar que esta fue una película con muchos problemas durante su producción, empezando con un guión que tuvo que ser reescrito en varias ocasiones durante años hasta finalmente llegar a la versión que conocemos hoy. Esto se explica en parte si tenemos en cuenta que esos cuatro años que la separan de la original son más significativos de lo que parece en un principio: a diferencia de la primera parte, esta secuela se estrenó después de la entrada en vigor del Código Hays, por lo que Whale tuvo que sortear la siempre vigilante censura del Hollywood de la época, muy a pesar de que Universal siempre fue un estudio más conservador que el resto. Con todo y eso, el inconfundible reclamo erótico de la creación de un monstruo femenino (uno de los muchos ángulos de la novela original no explorados en la primera parte) es probablemente el tema más transgresor del que la película parte, sobre todo considerando que el guión va más allá incluso de la novela de Mary Shelley, en la que dicha contraparte femenina del monstruo nunca llega a hacerse una realidad.

A pesar de todo hay algunos elementos que muestran la disposición de Whale a crear una película más comercial que su antecesora, principalmente por la inclusión de varios momentos de humor, algunos hechos a costa del monstruo, nuevamente interpretado por Boris Karloff pero que ahora habla, aunque manteniendo el aspecto y comportamiento de bestia que mostraba en la película anterior. Más aún que en la primera parte, el monstruo de Karloff es tratado como un ser trágico, una víctima de su propia condición, que finalmente ve reflejada su propia inhumanidad en el rostro aterrorizado de la mujer que Frankenstein y su nuevo aliado, el siniestro doctor Pretorius, han creado para él. Es este el momento más recordado de la película y aquel que ha trascendido no sólo por la estética de la criatura sino por el contexto en el que se da.

Por supuesto es imposible no mencionar al menos las numerosas lecturas que se han dado de La novia de Frankenstein y el supuesto contenido homoerótico que muchos críticos han visto en muchos de sus pasajes, tales como la relación entre el doctor Frankenstein y Pretorius (un personaje que muchos interpretan como uno claramente homosexual), o el vínculo que se crea entre el monstruo y el ciego que lo acoge en su casa, así como el constante deseo del monstruo de tener una acompañante femenina con el objetivo de darse a sí mismo una «vida normal».

Todas estas lecturas parten por supuesto de paralelismos con la vida del propio James Whale, quien fue un caso especial en el Hollywood de la época ya que nunca quiso ocultar su homosexualidad. De hecho algunos aseguran que fue esa misma honestidad en cuanto a su sexualidad la que finalmente terminó por hundir su carrera como director. Muchos años después, la actriz Elsa Lancaster, quien interpretó a la Novia y que estaba ella misma casada con un actor abiertamente bisexual como Charles Laughton, aseguró que la negativa de Whale a casarse con una mujer para guardar las apariencias fue lo que terminó por exiliarlo de aquella industria que había ayudado a levantar.

Cierto o no, lo que está claro es que esta fue una de las películas de terror más importantes de su época, y si bien reconozco que con el tiempo he terminado por preferir los logros artísticos de la original, esta segunda parte de Frankestein tuvo una influencia demasiado grande sobre el resto del cine de entonces (y de cualquier otra época) como para no tenerla en cuenta.

 

Reseña: El caserón de las sombras (1932)

Aunque oficialmente no forma parte de su canon de monstruos clásicos, El caserón de las sombras (1932) fue una película importante para Universal en su desarrollo de su cine de terror, aunque sea por el hecho de que en ella se definirían las bases para un tipo de historia que se haría muy común con el pasar de los años, una de siniestras mansiones y denegeradas familias aquejadas por una maldición. La cinta, cuyo título original es The Old Dark House, fue prácticamente ignorada por el público en los Estados Unidos, aunque fue un gran éxito para el director James Whale en su Inglaterra natal, cosa hasta cierto punto comprensible ya que su argumento es mucho más acorde con el imaginario de terror europeo.

Algo curioso es que cuando la vi por primera vez hace ya muchos años, pensé (por el título y la ambientación que el estudio intentó darle) que se trataba de un relato sobrenatural pero no es así: en ella un grupo de desconocidos se refugia de una terrible tormenta en un inmenso caserón rural habitado por una siniestra pareja de hermanos y su también macabro sirviente, y al verse obligados a pasar la noche allí se dan cuenta de que el mayor peligro está dentro de aquellas paredes puesto que sus anfitriones no parecen ser muy hospitalarios. Hay que destacar que esta fue una película en la que Whale volvió a trabajar con varios de sus colaboradores habituales del cine británico, así como con Boris Karloff (quien hace un papel muy similar al que hizo en Frankenstein (1931) aunque esta vez con su nombre en los créditos de inicio). También fue la primera aparición en América del actor británico Charles Laughton, y una de las primeras cintas de Gloria Stuart, a quien aquellos menos interesados en el Hollywood clásico probablemente reconozcan como la anciana de Titanic (1997).

Curiosidades históricas aparte, es una película muy interesante con la que Whale traslada de manera efectiva el ambiente del terror gótico europeo a un contexto americano, a la vez que lo suaviza introduciendo algunos elementos de horror. Vista hoy en día sorprende por su negativa a introducir el elemento sobrenatural y por el marcado subtexto de sexualidad agresiva y perversa que se manifiesta en sus villanos (con Karloff a la cabeza), algo que muestra la relajada censura de la época precode, aunque en este sentido Universal siempre fue un estudio más conservador que solía evitar este tipo de contenidos. Al igual que hizo en Frankenstein, Whale compensa la falta de música incidental con un gran número de sonidos de ambiente y una cámara y actuaciones frenéticas en una película cuyo ritmo no decae en ningún momento y en el que no hay prácticamente ninguna elipsis narrativa, lo que le da a la trama una sensación de estar ocurriendo en tiempo real. Es una película en general muy intensa que se siente muy moderna a pesar de todo el tiempo que ha transcurrido desde su estreno.

A su relativo fracaso en los Estados Unidos hay que añadir que Universal perdió los derechos de El caserón de las sombras en los años cincuenta, lo que redujo mucho su interés por conservar la película. Durante muchos años se consideró perdida hasta que su interés en ella resurgió cuando el estudio realizó un remake en 1963 dirigido por William Castle. Dicho interés creció hasta hacer de esta una película de culto que finalmente fue localizada y restaurada, y que ha sido reivindicada hoy en día hasta considerarla una pieza fundacional del terror gótico en el cine americano. No sólo eso, sino que su culto terminaría contagiándose al propio Whale como director, quien muchos años después de haber alcanzado su cima creativa fue retroactivamente considerado por la crítica como uno de los más talentosos directores de la época clásica de Universal.

 

Reseña: Frankenstein (1931)

Sabemos todos que la edad de oro de los monstruos de Universal tuvo su inicio oficial con el Drácula (1931) de Tod Browning, pero fue Frankenstein (1931) la película con la que esta escuela de terror clásico alcanzó su forma final. A pesar de que se estrenó el mismo año, se trata de un trabajo artísticamente muy superior que tendría varias continuaciones igualmente exitosas y que en muchas formas se convertiría en el estándar a la hora de abordar estos monstruos en el cine. Su director, el británico James Whale, fue además uno de los más talentosos e interesantes cineastas que importó el Hollywood de entonces y un hombre que sería por siempre asociado a las cuatro películas de terror que dirigió para el estudio a pesar de que tenía aspiraciones artísticas muy distintas.

La comparación que hacemos con Drácula no es gratuita, ya que aunque las dos se estrenaron el mismo año y tuvieron un punto de partida similar, el resultado final es el de dos películas que reflejan mejor que nada los grandes cambios que trajo consigo el cine sonoro, y en este sentido la cinta de Whale se siente mucho más moderna. Ambas, eso sí, se abordaron en un principio como productos relativamente menores que simplificaban en gran medida sus antecedentes literarios: al igual que la película de Browning, este Frankenstein no adapta en realidad la novela de Shelley sino su versión para teatro de Peggy Webling, que permitió reducir la trama y los escenarios dejando sólo el núcleo del conflicto principal entre el doctor Henry Frankenstein y la criatura a la que da vida en su laboratorio. Una de las principales diferencias que tiene es la forma en la que representa al monstruo, mucho menos humano que en la novela y mostrado como un gigante sin diálogos que se expresa por medio de la violencia, aunque sí se mantiene el componente trágico que Mary Shelley le dio en su momento, así como su relación de rencor hacia su creador.

Pero sin duda alguna una de las cosas más curiosas de la película de James Whale (y prueba evidente del éxito que tuvo) es cómo varios de sus elementos más reconocibles han terminado por afianzarse en el imaginario colectivo hasta el punto de sustituir sus equivalentes en la novela. No hablo aquí únicamente de la más que obvia confusión del nombre de Frankenstein (aplicado hoy en día de forma indiferente tanto al monstruo como al científico que lo crea) sino a cosas como el empleo de la electricidad para resucitar el cadáver o la figura del jorobado asistente del doctor, cosas que en la novela no aparecen nunca y sin embargo todo el mundo conoce, aunque el recuerdo cinéfilo tiende a mezclar esta cinta con sus secuelas de algunos años más tarde. Es también una película intensa con un ritmo perfecto que va en constante crecimiento hasta llegar a un magnífico clímax de acción del doctor enfrentándose a su monstruo en un molino de viento en el que Whale echa mano de un trabajo de cámara dinámico e ingenioso. Una cosa a destacar aquí es que por más veces que la he visto siempre olvido que, al igual que ocurría en Drácula, esta película no tiene música, pero tampoco tiene silencios: Whale sabe aprovechar el fondo de la escena para crear ambiente y si bien no tiene una banda sonora, hay un gran número de sonidos incidentales como truenos, las campanas del pueblo o los gritos de la turba furiosa que se presenta al final para matar al monstruo.

Y por supuesto, como no podía ser de otra forma, es el monstruo precisamente lo mejor de todo. A pesar de que la película no escatima en grandes actuaciones como la de Colin Clive como el doctor o Dwight Frye como su asistente, es Boris Karloff quien se convierte en el centro de atención, ayudado no sólo por el genial maquillaje de Jack Pierce sino también por su caracterización de la criatura, su brutalidad y su comportamiento animal. Esto no debería sorprendernos, ya que más allá de su éxito en este tipo de producciones, Karloff era por encima de todo un magnífico actor que tendría una larga y fructífera carrera y se convertiría por derecho propio en la mayor estrella del cine de horror de su tiempo. En realidad estamos hablando de una película casi perfecta que se ha ganado su más que merecido puesto como una de las más influyentes obras que el cine fantástico ha tenido. Lo único que la daña un poco a mi parecer es ese absurdo epílogo que fue incluido, me temo, sólo para darle a la historia alguna semblanza de final feliz, uno que por suerte sería remediado años más tarde con el estreno de la segunda parte, La novia de Frankenstein (1935), con la que James Whale se marcaría una secuela incluso mejor que también comentaremos llegado el momento.

 

Reseña: El cuervo (1963)

Seguimos aquí repasando el ciclo de ocho películas de Roger Corman sobre la obra de Edgar Allan Poe. En esta ocasión, para la quinta entrega, Corman se sacó de la manga una adaptación de El cuervo, uno de los más famosos textos del autor americano, y que si bien tiene elementos que podrían clasificarse como pertenecientes al relato de terror, ofrece el inconveniente de ser un poema, en el que la anécdota como tal es demasiado sencilla para cualquier género narrativo. Milagrosamente, Corman logra compensar esto bastante bien al hacer de El cuervo (1963) una comedia de corte familiar que rompe por completo no sólo con la obra de Poe sino también con el tono de sus adaptaciones anteriores.

Efectivamentre, la cinta que nos ocupa hoy no es más que una parodia en la que el director y productor, nuevamente contando con Vincent Price como protagonista, juega con el espectador haciéndole creer, al principio de la película, que está a punto de presenciar otra de sus macabras adaptaciones góticas. Todas las constantes del ciclo están aquí: caserón desolado, ambientación siniestra y un viudo emocionalmente devastado por la muerte de la mujer amada. El texto de Poe se mantiene incluso citado de forma literal hasta la aparición del cuervo, que rompe el efecto (y con ello todo el ambiente de la película) al empezar a mantener una conversación con el protagonista haciendo alarde de socarronería y exigiendo un trago de vino. Es a partir de aquí cuando se nos revela el argumento: Erasmus Craven (Vincent Price), un poderoso hechicero del siglo XV, debe ayudar a volver a su forma original al también mago Adolphus Bedlo (Peter Lorre), quien ha sido convertido en cuervo por las oscuras artes de un maligno hechicero conocido como el doctor Scarabus (Boris Karloff, cerca ya del final de su carrera). Los dos entonces deciden viajar al castillo de su enemigo y poner fin a su reino de terror.

Os preguntaréis ahora qué tiene que ver todo esto con Edgar Allan Poe. La respuesta es nada en absoluto. Salvo la mención del poema del autor al principio de la película, en nada se parece esta cinta a la obra del escritor al que pertenece el ciclo. En cambio, es una comedia completamente autoconsciente que gira en torno a una visión bastante inocente de la magia y de los hechiceros, y en la que los estereotipos narrativos están bastante marcados: Price es el héroe racional y cauteloso, Lorre es el bufón y Karloff es un villano caricaturesco que borda su papel gracias a su ya famosa media sonrisa llena de desdén y soberbia. Otros de los momentos cómicos se dan en personajes secundarios como la dominante femme fatale y segundona del villano, interpretada aquí por Hazel Court, o incluso la imprescindible pareja de jóvenes enamorados; y sí, aquí vemos a un jovencísimo Jack Nicholson que repite bajo la dirección de Corman tras protagonizar La pequeña tienda de los horrores (1960).

El desarrollo de la película es bastante ligero e inofensivo, y a pesar de que en ocasiones llega a hacerse tedioso (sobre todo cuando se aleja de la historia de rivalidad entre sus personajes principales), sólo el clímax final, en el que Craven y Scarabus se enfrentan en un duelo de magia digno de los mejores tiempos de la Disney, es lo suficientemente divertido para justificar todo el resto de la película. Tener esto en cuenta antes de acercaros a El cuervo y abandonad, eso sí, cualquier intención de ver una adaptación fiel de Poe o siquiera un relato de terror. Para eso tendremos que esperar a entradas posteriores de este particular ciclo. Sin embargo, aceptándola como lo que es y lo que pretende ser, estamos ante una muy divertida y curiosa obra menor de Corman. Al igual que en el ejemplo anterior de Historias de terror (1962), lo que hace realmente destacable a la película es el trabajo de los actores protagonistas, tres grandes personalidades del cine de miedo que elevan la categoría de cualquier obra en la que se apersonan.

 

Reseña: La momia (1932)

Otro de los grandes monstruos clásicos de la Universal, y el primero de ellos creado sin el apoyo de un antecedente literario, es La momia (1932), dirigida por el austro-húngaro Karl Freund, afamado director de fotografía al servicio de la maquinaria de terror del estudio y que tuvo con esta película su primer trabajo en Hollywood como director. La historia va de un antiguo sacerdote egipcio llamado Im-ho-tep, que tras ser liberado miles de años después de haber sido momificado vivo, asume forma mortal para intentar traer a la vida al espíritu de su amada Anck-es-en-Amon, aún a costa de la vida de aquellos que se interpongan. El argumento les venía como anillo al dedo para el año 1932, ya que de esta manera Universal aprovechó la reciente fiebre por todo lo referente al Antiguo Egipto, que se había desatado gracias a la mundialmente famosa exposición de los tesoros hallados en la tumba de Tutankamón. La escogencia de Boris Karloff para el papel principal fue la decisión lógica tras la notoriedad que el actor había conseguido por su participación en Frankenstein (1931), con lo que el éxito estaba asegurado casi desde el principio.

Resulta curiosa, sin embargo, la manera como la película ha pasado a formar parte del imaginario colectivo aún a costa de pervivir en el recuerdo cinéfilo como algo diferente de lo que en realidad es. La mejor prueba de esto es que la imagen que siempre se asocia a esta película es la del monstruo envuelto en vendas y avanzando lentamente hacia sus víctimas, algo que aquí nunca ocurre. De hecho, Boris Karloff se pasa el 99 por ciento de su tiempo en pantalla bajo su forma humana, y es sólo por un par de minutos al principio y unos segundos al final cuando lo vemos con el maquillaje creado por Jack Pierce. La enorme presencia de Karloff, sin embargo, compensa esto a las mil maravillas, y las tomas frontales de la cara del actor, en aquellos momentos en los que Im-ho-tep utiliza su mirada para influir sobre sus víctimas, bien merecen convertirse en la verdadera imagen reconocible de la película.

Otra cosa que se menciona muy poco pero que se hace evidente tras su visionado es que estamos, en muchos sentidos, ante un remake inconfeso de Drácula (1931), cinta con la que esta película tiene enormes paralelismos e incluso escenas que son prácticamente idénticas, repitiéndose asimismo el esquema del monstruo disfrazado de un hombre con ademanes aristocráticos y cuyo principal objetivo está en el secuestro y posesión de una heroína en peligro que, en este caso, podría servir de vehículo para la reencarnación de su amada. Esta damisela en apuros fue interpretada por la actriz de Broadway Zita Johann, la cual era una firme creyente en el fenómeno de la reencarnación y que por ello estuvo más que encantada de hacer el papel. Pero con todo y sus parecidos con la gran obra vampírica de Tod Browning, La momia es por encima de todo una gran cinta de horror con grandes méritos propios, con un aspecto menos teatral y mucho más elaborado que otras producciones de la Universal, y con algunos guiños estéticos bastante ingeniosos como la secuencia que devela el pasado de Im-ho-tep, narrada con la forma, recursos y look del cine mudo. Asimismo, todos estos temas místicos de reencarnaciones, lo estático como analogía de la Muerte, antiguas maldiciones y amor-a-través-de-los-siglos fueron posibles gracias a que la película se produjera antes de la llegada del famoso código Hays, que cambiaría durante décadas el rumbo tomado por el fantástico cinematográfico.

Una cosa curiosa y que, por supuesto, no puedo dejar de mencionar aquí es que, contrariamente a lo que ocurrió con el resto de los famosos «monstruos» de Universal, La momia no tuvo secuelas. Sí, es verdad que se lanzaron otras películas como La mano de la momia (1940), La tumba de la momia (1942), El fantasma de la momia (1944) y La maldición de la momia (1944), pero estas cintas pertenecen a otra saga con otros personajes, otra momia y otra historia completamente distinta que no tiene nada que ver con la película de la que hablamos hoy. Curiosamente, estas cintas sí que ostentan la famosa imagen del tío con vendajes que erróneamente se asocia con aquella protagonizada por Boris Karloff, la cual vería su continuación en la forma de un no-remake de acción dirigido por Stephen Sommers en 1999.